Era difícil ver al director/escritor Wes Craven en persona, que murió hace unos meses a la edad de 76 tras una batalla con el cáncer cerebral, sin experimentar una sensación de disonancia cognitiva. Craven era un hombre digno con un aire académico, ojos amables y una sonrisa fácil, que desafiaba las expectativas creadas por sus películas, en las que enviaba a personaje tras personaje a la muerte, usualmente de manera imaginativa y siempre brutal. ¿Ese hombre disertando sobre las raíces culturales del horror podía ser el mismo que convirtió a Johnny Depp en un géiser de sangre en Pesadilla sin fin? Las habilidades pedagógicas de Craven pueden ser fácilmente explicadas: Antes de incursionar en la producción de cine, trabajó como un profesor de humanidades. Su carrera en el horror tiene orígenes menos previsibles. Producto de una crianza estricta y fundamentalista en Cleveland, Ohio, el futuro director creció en un hogar que veía el mundo exterior como un lugar de pecado; su estricta madre solo le permitía ver caricaturas de Disney. Después de la universidad, Craven desarrolló una pasión por el cine que luego utilizaría para expresar emociones reprimidas que había mantenido bajo la superficie mucho tiempo. “Tenía mucha ira como resultado de años de ser obligado a ser un buen muchacho”, le dijo Craven al autor Jason Zinoman en el libro de 2011 Shock Value. “Cuando te crían para estar dentro de confines tan rígidos de pensamiento y conducta […] te vuelve loco. O te vuelve furioso”.
Después de un periodo trabajando en los rincones más cutres de la industria del cine de Nueva York, Craven hizo su debut como director con La Última Casa a la Izquierda (1972), cuyo poster y tráiler incluían la famosa frase “Para evitar desmayarse solo repitan ‘Es solo una película. Es solo una película”’. Y aun así lo que hace que este hito del grindhouse sea tan inquietante, aun hoy en día, es lo fácil que nos hace olvidar que es una película – o por lo menos una película de ficción hecha por profesionales. Inspirada por el caos de la guerra de Vietnam en general y Charles Manson en particular, La Última Casa sigue a un par de adolescentes mientras son secuestrados y atormentados por una pandilla de criminales; después una pareja de padres se vengan de manera igualmente vil de los perpetradores. Vago remake de El manantial de la doncella de Ingmar Bergman, la película es todavía más efectiva por su bajo presupuesto y limitaciones técnicas. Funciona menos como película de horror y más como la evidencia de un crimen, un ejemplo de lo espantoso de la violencia y su inevitabilidad.
No sería la última vez que Craven tocaría nuestras fibras. Películas subsiguientes, como el clásico de los auto cinemas Las colinas tienen ojos(1977) y Bendición mortal (1981) expondrían sus crecientes habilidades técnicas incluso cuando empezaban a irritarte; la torpe pero entrañable adaptación del cómic El monstruo del pantano (1982) probaría que era capaz de hacer más que una línea de ensamblaje de cortes y mutilaciones. Pero es su película más conocida, Pesadilla sin fin (1984), la que usaría el prototipo de cine slasher para ir más allá de la pacífica superficie de la era Reagan, encontrando secretos, mentiras y amenazas ocultas. Con la historia de Freddy Krueger, un homicida de niños que a su vez fue mutilado por sus padres, Craven hizo de nuevo una película sobre cómo la violencia opera como un ciclo interminable. La gran diferencia era que la había ambientado en un bucólico pueblito y que el monstruo se manifestaba en la aparente seguridad de las calles suburbanas. De nuevo, el subtítulo lo dice todo: “Cada pueblo tiene una calle Elm”.
Sus inventivas secuencias oníricas y el memorable villano hicieron quePesadilla realmente se destacara entre la avalancha de películas de horror insignes de los 80. Le debía tanto a Jean Cocteau como a John Carpenter y operaba con una lógica de género diferente y más aterradora: MientrasViernes 13 y su rufián castigaban a los personajes por sexo, drogas u otras percibidas transgresiones, son los pecados de los padres que condenan a los chicos de Elm Street. Este cambio hace que el miedo nos corte más profundamente.
El éxito de Pesadilla sin fin le permitió a Craven entrar en un periodo prolífico e inventivo. Contribuyó ideas para Pesadilla sin fin 3 (la mejor de las secuelas de la original), dirigió una secuela de Las colinas tienen ojos y la sombría película de temática vudú La serpiente y el arcoíris (1988). Hizo un escandaloso regresó a las películas de monstruos con Shocker (1989) y ayudó a cerrar la era Reagan/Bush con La gente detrás de las paredes (1991), un cuento de hadas terrorífico que enfrentaba a protagonistas urbanos contra villanos inspirados en Ronald y Nancy Reagan.
Sin embargo, fue la película de Craven de 1994, La nueva pesadilla de Wes Craven la que sorprendentemente resultaría más influyente, tanto para su carrera como para el horror en general. Regresando más o menos al mundo de Pesadilla sin fin, el director ideó una caja china de película en la que Heather Langenkamp, la estrella de la primera película, se interpreta a sí misma – y comienza a perturbarse con la evidencia de que Freddy Krueger está encontrando una forma de manifestarse en el mundo real. Combinando folclor, sátira de Hollywood, humor negro, y la inquietante ensoñación de la primera película, es una de las mejores de Craven.
También contribuyó a empujar el género en una dirección más auto-referencial, que lo llevaría a un siguiente paso lógico llamado Scream. Trabajando con un ingenioso guion de Kevin Williamson, Craven hizo una tradicional intriga de homicidio que se alimentaba con un guiño de los clichés y las expectativas del cine slasher. Sabía todas las reglas y cómo invertirlas, después agregaba el elemento de personajes que sabían esas mismas reglas conocidas por el cinéfilo – y a menudo aprendían que solo saber que estaban en una película de terror no les ayudaría a salvar sus vidas.
Estrenada con un tremendo éxito en 1996, Scream combinó la inteligencia con el horror, sin escatimar en ninguno. Ese fue el truco que le funcionó en toda su carrera. Craven era más inteligente y reflexivo que la mayoría de los otros en su campo, pero sus películas nunca se sintieron cerebrales. Asustaban porque provocaban el pensamiento. Sus terrores hacían que los espectadores pensaran.
Regresó para tres secuelas subsiguientes de Scream, pero el cineasta también encontró maneras de diversificarse en el último tramo de su carrera, dirigiendo el drama estelarizado por Meryl Streep Música del corazón (1999) e intentando de inventar – si no lográndolo totalmente – a otro memorable villano del horror juvenil en My Soul to Take (2010). La mejor película de sus últimos años, Red Eye (2005), sugiere que pudo haber tenido una segunda carrera como director de thrillers explosivos; aunque Craven ocasionalmente expresó arrepentimiento de no haber trabajado más a menudo por fuera del género de horror, cualquier sensación de encierro nunca se evidenció en su trabajo. Dejando atrás su infancia recluida, encontró una forma de explorar el mundo más amplio que se presentó ante él en su madurez, sondeando sus profundidades más temibles. Si no había casi alivio en ellas, era porque dar alivio nunca fue el trabajo de Craven.
KEITH PHIPPS / RSC
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