De la Tierra en la Tierra
“Es difícil creerlo, pero todo esto funciona porque en un principio no hubo un manager, ni un sponsor, ni un sello”, dice Andreas Kisser, el guitarrista de la legendaria banda brasileña Sepultura. “Fue sólo nuestro entusiasmo.” Es enero y Kisser está en el barrio de Pompeya, en una curtiembre que hace de set del nuevo video de De La Tierra, el supergrupo latino de heavy metal que integra con el ex guitarrista y cantante de A.N.I.M.A.L Andrés Giménez (ahora en D-Mente), el bajista Flavio Cianciarulo (Fabulosos Cadillacs) y Alex González, baterista de Maná y enfermo del género. Después de un largo día de trabajo, los cuatro toman gaseosas en una motorhome invadida por la luz de unos tubos fluorescentes. El clip es para la canción “San Asesino”, segundo single del debut homónimo de la banda: un fierro al rojo vivo forjado con percusión afrojalisciense, fabuloso slapping de bajo y riffs de guitarra incendiarios procedentes del Cono Sur.
El guitarrista de Sepultura Andreas Kisser
Hijo de un alemán y una eslovena, nacido en Brasil, Kisser, que hoy está vestido con una camisa de jean y unas medias del São Paulo Futebol Clube, habla en un español cadencioso. Sus nuevos compañeros lo miran y lo escuchan hablar sin guardarse el entusiasmo: la mezcla de acentos es pintoresca y da la sensación de que los divierte escucharse hablar. Los De La Tierra no se ven demasiado; sólo se juntan cuando sus cargadas agendas les permiten coincidir en una misma latitud. Quizá sea ése el secreto, la parte que los divierte de este inesperado plan: “Si fuéramos una banda que vive en la misma ciudad, tal vez nos cansaríamos pronto de nosotros mismos”, dice Flavio. Kisser, que parece el más serio de los cuatro y da las respuestas más profesionales, de repente suelta entre risas: “¡Sepultura es mi mujer; De La Tierra, mi amante!”.
Cuando se produce el encuentro, el tiempo debe ser aprovechado. Por eso hablan rápido y explican, antes que nada, que en “San Asesino” han puesto algo de samba en la percusión, y líricas en español y en portugués con las que esperan ser bien recibidos en el mercado brasileño, un territorio desconocido para Los Fabulosos Cadillacs o para A.N.I.M.A.L, y donde el nombre de Maná no significa demasiado. “De La Tierra tiene la posibilidad de romper las barreras y de acercarnos al resto de Latinoamérica”, sigue Kisser.
La Lengua Eléctrica
La lengua es un artefacto importante en la ingeniería de esta banda. Y ni siquiera Rob Cavallo -productor estrella de los 90, actual dueño de la silla mayor de Warner Bros. Records- pudo contra eso cuando, en su casa de Los Ángeles, puso el disco delante de Andreas Kisser y de Alex González. Cavallo lo detuvo en el track 2. “Hey, ¿esto no lo quieren cantar en inglés?”, les preguntó, entusiasmado con el sonido (“Una mezcla de Sepultura con A.N.I.M.A.L. Tiene velocidad, breakdowns, riffs tipo death-metal. O sea, metal-metal”, describió Giménez en RS 181), pero desconcertado por las palabras. Para entonces, De La Tierra ya tenía un sello y una respuesta. “Haces cualquier cosa en inglés y la apertura es mundial”, dice el baterista Alex. “Pero Andreas y yo, muy cool, le respondimos: «¿Sabes qué? Podríamos hacerlo. Pero así, en español, somos nosotros».”
Cuando Phil Anselmo se sumó a Metal All Stars -un tour en el que las leyendas heavies se entremezclan en el escenario-, aportó otro eslabón en la consagración del metal de fin de siglo. Con Revolution Renaissance, Timo Tolkki grabó tres discos luego de abandonar Stratovarius, y Michael Kiske (de Helloween) y Magnus Rosén (HammerFall) lo acompañaron. Al mismo tiempo, Abbath Doom Occulta (Immortal) y King ov Hell (Gorgoroth) le daban a la escena noruega I, su primera banda de bandas. En los campos tormentosos del heavy metal, los supergrupos brotan como hongos.
Pero De La Tierra tiene una misión más ambiciosa que rejuntar a un par de rockeros famosos y ver qué pueden hacer. Desde fines de los 90, cuando el heavy cayó en desgracia en toda la región y Korn y Limp Bizkit llevaron su nü metal a MTV, el género volvió a los sótanos y desapareció de la faz de la industria. Ahora, la misión de esta banda es revivir al heavy latino.
La Raíz del Milagro Dinamitero
Para rastrear la semilla del grupo hay que remontarse hasta 1995, cuando Alex González se hizo amigo de su colega Martín Carrizo, primer baterista de A.N.I.M.A.L, que como Maná, habían firmado con Warner. González era Lars Ulrich en el cuerpo de un Maná: reconocido como uno de los mejores bateristas del mundo, era fan del metal y su presencia en los shows de A.N.I.M.A.L en México era frecuente. Así, González conoció a Giménez, a quien visitó en el backstage, en un recital de Guadalajara, donde el argentino le propuso juntarse alguna vez a zapar. “Conociendo tu trabajo, sería un honor”, le respondió el mexicano.
La idea quedó reverberando en su cabeza y años después, en 2011, cuando Maná vino de gira a la Argentina y tocó en el estadio de Vélez, le pareció el momento indicado para ponerla a funcionar. La charla volvió a darse tras bambalinas. Ante los ecos de un setlist romántico (ese día los mexicanos cerraron con “Labios compartidos” y “En el muelle de San Blas”), González, agotado después de dos horas y media de darles a los parches, le dijo: “Oye, man, hay que retomar esa propuesta que me hiciste. Pero si lo vamos a hacer, hay que hacerlo bien, de verdad chingón, porque yo le entro a full o no le entro nada”.
Un par de días después, los dos estaban cenando con Flavio Cianciarulo. El bajista de Los Fabulosos Cadillacs, cuyo eclecticismo musical es conocido y su paso por el metal ya había dejado, en 1997, el álbum Peso Argento (en dueto con Ricardo Iorio), aceptó rápidamente. Pero querían guitarras asesinas, y para eso faltaba alguien: tenían que encontrar a un superguitarrista. Giménez pronunció el nombre de Kisser como quien pide un regalo imposible. No sabía que Kisser había tocado “Corazón espinado” con Maná en Rock in Rio. “Déjame que le mando un mail a ver si le late”, le dijo el mexicano. Kisser lo abrió en Italia. La respuesta fue breve: “Ya no busquen más guitarrista. Aquí tienen uno”.
Alex González baterista de Maná
Solos y sin Cadenas
Sin manager, sin sponsor, sin sello: la banda se formó con el entusiasmo de cuatro rockeros maduros. Cuatro estrellas que parecen haber encontrado en este proyecto cierta diversión perdida en la rutina. Aparte de Kisser, que tiene 45 años; Giménez tiene 46; González, 44; y Flavio, 49. Hace más de veinte que todos ellos tocan y llenan estadios. Y por supuesto, no son improvisados: pulsando los botones correctos, firmaron con Roadrunner Records (el sello que edita a Rob Zombie y a Biohazard), que publicó su disco no sólo en Latinoamérica, sino también en Japón, Australia y Europa.
Con cierta audacia, a finales de 2012 se juntaron a tocar en la casa de Flavio Cianciarulo por primera vez. En la sala doméstica del bajista de Los Fabulosos Cadillacs, en zona norte, cerca de la Panamericana, se pusieron a experimentar. No sabían qué podía pasar, pero ocurrió algo definitivo: “¡Qué sonido!”, recuerda Kisser sin ocultar entusiasmo. “Hacía mucho tiempo que ninguno de los cuatro vivía una sensación tan fuerte haciendo música.”
En el cuarto preparado acústicamente donde, luego de un largo intercambio digital de ideas y maquetas, De La Tierra finalmente adquirió corporeidad, los cuatro se entendieron de inmediato. Durante ocho días convivieron y zaparon, deteniéndose sólo para comer o para relajarse mientras Flavio y sus hijos tiraban pruebas en la rampa de skate del jardín. La familia Cianciarulo estuvo al servicio de la banda: Jenny Sarkissian, la esposa azteca del bajista, les cocinó; Flavio le sacó la batería a Astor, su hijo, y la armó para Alex. En ese ambiente familiar y rockero, los nacientes De La Tierra se pusieron a trabajar: en la sala instalaron micrófonos aéreos y cantaron con interjecciones antes de tener las líricas. Y se miraron. Ensordecidos por la distorsión, se leyeron las intenciones en las manos.
Flavio Cianciarulo de Los Fabulosos Cadillacs
Una Lira Criminal
“No es fácil que dos guitarristas se junten y toquen, y que suene una pared, que suene fuerte”, dice Andrés Giménez, dos días después del rodaje del video de “San Asesino”, en su casa del barrio de Caballito. “A medida que vas tocando, te vas haciendo compañero del otro, pero con Andreas lo logramos en una.” Giménez recorre con su mirada las guitarras que están en el living, dentro de sus estuches y apoyadas como fichas de un dominó. Algunas más cuelgan de la pared, a modo de obra de arte. Las hay Fernandes, Jackson, Gibson y Taylor. “Toco mucho, toco todas”, dice él, que aparte de tocar con De La Tierra, sigue con su propia banda, D-Mente. Todos los días, a la mañana o a la tarde, Giménez -que tiene una hija de 4 años en Los Ángeles, dos matrimonios y tres Discos de Oro con A.N.I.M.A.L (dos de ellos también cuelgan en la pared)- toca entre una y dos horas, improvisando sobre Vulgar Display of Power, el disco clásico de Pantera. Usa un amplificador marca Vintage de 20 watts con un discman conectado; cierra un canal y mete el plug de la guitarra para mezclarse con la banda que suena desde el CD. Y puntea solo, en un rincón del living, jammeando y recorriendo escalas que él mismo, dice que nunca ha tomado una clase de música, concibe para sus dedos llenos de anillos. Como un adolescente rebelde, como un rookie.
Como aquel que él mismo fue en Acosados Nuestros Indios Murieron Al Luchar, el primer álbum de A.N.I.M.A.L, que grabó a los 24 años, cuando recién salía de una temporada de internación para limpiarse de su adicción a la cocaína, ganada a nariguetazos de esquina en Ituzaingó, entre amigos metaleros que llegaban con casetes de V8, Pappo, AC/DC y Iron Maiden. “También estoy tocando mucho las canciones de De La Tierra”, dice. “Le hago dos vueltas al disco, tocando y cantando bajito. No soy vagoneta, es fundamental ejercitarse.”
Andrés Giménez (A.N.I.M.A.L.)
Para Giménez, todo esto debe de ser como renacer.
Diez años atrás, en 2004, A.N.I.M.A.L editó su último disco, Combativo, y poco después se autodestruyó. El bajista y segunda alma del grupo, Marcelo Corvalán, alias Corvata, ya se había ido hacía rato para formar Carajo, y se había llevado con él al baterista Andrés “el Niño” Vilanova. Durante un par de discos más, Giménez había continuado su camino, sin encontrar la luz que tan fuerte había brillado en El nuevo camino del hombre (1996) y Poder latino (1998). “Si hubiese sido por mí, yo hubiera seguido con A.N.I.M.A.L toda la vida”, dice ahora. “Pero las circunstancias de cada uno fueron diferentes, y nadie es dueño de la vida del otro.” Hace cinco años que Giménez ha retomado el diálogo con Corvata; mantienen un vínculo lejano pero cordial. Con el tiempo llegó la tolerancia y también las palabras que en otra época parecían inadmisibles: “Carajo es una banda súper pro, increíble”, sigue. “Y me pongo contento de ver que a ellos les va bien. De hecho, les va muchísimo mejor que a mí y no estoy resentido, sino que es parte de la vida y de las elecciones.”
Y la vida y las elecciones de Giménez han sido empujadas, en buena medida, por León Gieco. Una estatuilla de Osvaldo Pugliese adorna el altillo donde el cantante de De La Tierra ha montado un pequeño estudio casero: el pequeño wacky wobbler del pianista tanguero (una figura cargada de buenos augurios, según la creencia de los músicos argentinos) es un regalo de casamiento de Gieco, el hombre al que él no duda en llamar “mi segundo padre”. “León me levantó en las malas de una forma que jamás imaginé que iba a pasar”, dice, emocionado.
Cuando A.N.I.M.A.L se acabó, él -dolido, amargado, deprimido- tomó la decisión de dejar la música. No quería tocar nunca más. En esos días, después de no atender el teléfono por días, levantó el tubo y escuchó que del otro lado de la línea, la voz de Gieco le ordenaba hacer el bolso para salir de gira. Años antes habían grabado juntos “Cinco siglos igual”, una bella canción folclórica que se convirtió en hit crossover y poderoso cruce generacional, y ahora Giménez no iba a decirle que no a Gieco. Hicieron entonces doce shows, cantaron folclor, comieron asado, compartieron historias de ruta. Giménez volvió entero y de pie, y armó D-Mente, un grupo de metal fusión que tiene cinco discos.
“Hay algo que aprendí”, dice Giménez, mientras la mañana se cierra en Caballito. “Uno tiene que saber perdonar y hacerse cargo de los errores que comete. Mi demencia tiene que ver con pensar en ir para adelante todo el tiempo.”
Durante la filmación del clip, Andrés Giménez le ruge a la cámara. El tatuaje que tiene en el cuello -las palabras “Pura” y “Vida”- se expande cuando los músculos y las venas de esta parte se le hinchan por los alaridos. Sacude su guitarra Jackson y patea el piso, y grita que “el alma es libre aunque te apresen”. Después, cuando la medianoche cae en la curtiembre Luppi Hermanos, los cuatro miembros de De La Tierra están cansados. Recién en este mes se volverán a ver, otra vez en Buenos Aires, para ensayar: la primera gira los paseará por dos o tres continentes. Quizás entonces el metal latino esté listo, por fin, para revivir.
Pero esta noche no va a pasar mucho tiempo más para que dejen la motorhome y se escapen hacia los cuatro vientos. Andreas Kisser volará al día siguiente hacia Londres, donde tocará con Sepultura; Alex González debe tomar un avión hacia Córdoba: en menos de veinticuatro horas, Maná da un show en el Festival de Peñas de Villa María; a Flavio Cianciarulo lo espera su minivan, con la que viajará toda la noche hacia Mar del Plata (la ciudad donde se crio). Mañana va a estar surfeando. El viaje de Andrés Giménez será más corto: Caballito está cerca. Con las dos guitarras Charvel que Kisser le deja para calibrar, Giménez parece custodiar el destino del grupo ante la azarosa dispersión de sus miembros. La esencia del metal está en manos de estos cuatro veteranos del rock que se invocan para tocar. Pero ¿cuál es esa esencia? ¿La percusión latina? “No”, dice Kisser antes de partir. “El pasaporte.” Y los cuatro se ríen.
Por Javier Sinay / RSA.