Entre más envejece un hombre, mas busca “lolitas”. Algún antepasado masculino seguramente fue vampiro, pues los ancianos ligadores chupan la vitalidad de las mujeres jóvenes.
En el patio escolar de la vida de cualquier varón promedio, a la hora del recreo un pendejo anuncia: “Me estoy tirando a Fulanita” (lo cual es ridículo, pues Fulanita es la niña más chula de la escuela, y el presuntuoso, un patán despreciable). Aquello que a primera instancia parece una mala broma, se transforma en trauma cuando resulta que es verídico, y el susodicho no solo “se tira a Fulanita”, sino también a Sutanita, a Menganita y al maestro que da taller de carpintería.
Como efecto dominó, todos los del salón comienzan a mentir: uno dice que “ya se tiró a una de tercero”, otro que “ya se tiró a tres trillizas al mismo tiempo”, y tú, tartamudeante: “¿Que ya viste encuerada a la maestra de deportes?”. Mentiras que se prolongarán por el espacio-tiempo hasta el rincón de una cantina, en una mesa llena de panzones, pelones y habladores que presumen ser muy conquistadores. Si no son guapos (y obvio no lo son), suponen que son supergalanes, porque “son muy varoniles”, arrojados, ingeniosos y superdotados (proyecciones de personaje de Alfonso Zayas, pues).
Como el varón madurón promedio lleva medio siglo mintiendo (salvo el patán galán del antiguo patio escolar, quien actualmente se tira a una diputada, a sus tres hijas y a su marido, quien imparte el taller de electricidad en una secundaria), finge una virilidad que, por razones naturales, se arruga y merma; ingiere multivitamínicos, practica zumba y se obsesiona por las féminas en uniforme escolar.
Entre más envejece un hombre, mas busca lolitas. Algún antepasado masculino seguramente fue vampiro, pues los ancianos ligadores chupan la vitalidad de las mujeres jóvenes (como diría Lao Tse: “El Yang del árbol milenario se nutre del roció del Yin que nace con el sol”).
Antes se paraban afuera de la secundaria, a la hora de la salida, como esperando que saliera su hija, ahora pululan por las redes sociales. Lo sé porque yo también fui un anciano ligador: mandaba toques y caritas y comentaba en sus muros “cuenta conmigo, amiga”, hasta que conocí a mi actual compañera de vida (más joven, pero más sensata que yo), y ya no ligo por internet y no me queda mas que el placer insano de verlas pasar en sus shorcitos, mientras se me salen los ojos como lobo de Tex Avery (última perversión que puedo practicar, antes de que me salgan “cataratas” en los ojos).
Mas por paranoico que por sensato, nunca me atreví a dejar constancia en la red de mis asedios, lo cual me ha salvado del escarnio público; por eso, a mis colegas ancianos ligadores les recomiendo tener precaución.
Entre mayor es el contraste de edades, más resalta la decadencia física del hombre; de esto no se libra ni el decrépito magnate, pues la opinión pública supondrá que la dama de las dos décadas le saca tres tarjetas para divertirse con gente de su edad.
No cometa imprudencias, no mande por mensajes privados sus poemas oníricos: “¡Todos mis gemidos son tuyos, mi amor!”, ni enseñen comprometedoras fotos “eróticas” en pelotas, cubriéndose el tilín únicamente con un perverso oso de peluche; pónganse a pensar que todas esas niñas bonitas relacionadas con usted también están relacionadas entre sí, intercambian sus fotos, se burlan, fingen cachondez y os incitan a hacer mayores ridículos para divertir a la chaviza.
Os recomiendo repasar las “Resoluciones cuando sea viejo”, en el prefacio de Los viajes de Gulliver (escritas en 1699 por Jonathan Swift, cuando tenía 39 abriles). De nada.
•No casarme con una mujer joven.
•No fomentar el trato con los jóvenes, a menos que ellos lo deseen.
•No ser impertinente, terco o suspicaz.
•No criticar las costumbres de la época, las innovaciones, modas, a los hombres, a las mujeres, a las guerras, etc.
•No gustar de los niños, ni dejarles acercarse a mí.
•No repetir la misma anécdota o chiste una y otra vez a las mismas personas.
•No ser mezquino.
•No descuidar la decencia y ser pulcro para no caer en bajeza y suciedad.
•No dejarme influir o prestar oído a los chismes maliciosos de sirvientes u otras personas.
•No prodigar consejos, ni molestar con ellos a nadie, a menos de ser solicitado para ello.
•Desear que algún buen amigo me advierta cuando deje de practicar alguna de estas resoluciones, y corregirme como es debido.
•No hablar demasiado, y menos de mí mismo.
•No pavonearme de mi pasada hermosura y hombría, o de haber gozado del favor de las damas… etc.
•No prestar atención a las lisonjas, o concebir que una mujer joven pueda amarme (evitar y detestar a las que están a la caza de herencias).
•No hacer afirmaciones o ser dogmático.
•No empeñarme en la observancia de estos preceptos, no sea que al fin llegue a cumplir alguno de ellos.
Por Rafael Tonatiuh / El Ángel Exterminador.